El trópico, esencialmente, es sol y calor. Sol que deslumbra. Calor pegajoso, calor fatigoso que hace que el menor trabajo se convierta en un esfuerzo mas allá de las posibilidades. Las mañanas, desde casi cuando amanece, el sol alumbra, brillante, despiadado. Las personas aquí se levantan (se "paran", en el español venezolano) a las seis o aún más temprano. Preparan café, muchos al estilo antiguo (un "guayoyito"), es decir, café claro, colado en una manga. Y es que la fuerza del astro es tal que no hay forma de esconderse, ni detrás de cortinas o persianas. El astro rey lo inunda todo, es la alegría del nuevo día que comienza fuerte, fuerte, sus rayos caen, imponentes, sobre todo lo que nos rodea.
El cambio de la noche al día, el despertar de la naturaleza, que en las latitudes más al norte suele tardar horas, aquí, en este trópico impenitente sólo dura unos 15 minutos. Ahora es de noche; y ahora es de día. En unos minutos, muy breves, pasamos de la noche al día, un crepúsculo acortado, acelerado, que nos lleva de la penumbra más profunda al esplendor mágico donde todo se puede ver, sin sombras, sin claroscuros: la luz irrumpe, rompe la noche, aclara lo que hace unos minutos era sólo oscuridad.
Y así, segundo a segundo, va el sol levantando su vuelo, rápido, violento, despejandolo todo, alumbrándolo todo, aclarándolo todo. Y sigue, hasta que al mediodía, el brillo y el calor nos envuelven, nos cubren con un manto de energía, cuando hasta pensar cuesta trabajo. ¡Ay, que calor, Dios mío!
Y a medida que sube, que pasa por encima de nuestras cabezas, el astro nos lleva al paroxismo del calor: es "la hora del burro", como le dicen los venezolanos. Hora de recostarse en un chinchorro, si está a la mano, en un camastro cualquiera, con tal de alejarnos, por un rato, de estas temperaturas. Siesta, reposo, descanso de ese calor que todo lo permea, que todo lo rodea, que todo lo engulle.
Y poco a poco, se acerca mi hora favorita. A partir de las cuatro de la tarde, comienza el astro rey a declinar. Su dominio va dejando lugar a una brisa fresca, vigorizante, ligera, maravillosa. Es la hora en que comienza la tarde, cuando el calor va siendo reemplazado, poco a poco, por esa temperatura casi ideal en que ni hace frio ni calor, cuando todo está bien. Hasta que, ya cerca de las seis, nuevamente desaparece el dominio de la luz y reaparece la oscuridad. En muy pocos minutos, nuevamente, pasamos de la más brillante de las luces a la más profunda de las oscuridades. Es el fin del día, que se acerca rápido, rápido, galopando y dejando en el cielo estelas de mil colores, nubes lejanas donde aún llegan los rayos, como en esas postales que muestran a un Dios, en su trono, rodeado de rayos de luz y color. Así es el día en en trópico.
Y se preguntará el lector como se puede vivir, trabajar, producir, en estas condiciones. Es cuestión de adaptación. Y, al menos en Venezuela, no en todas partes es igual. Desde luego, un mediodía en los llanos, en San Fernando de Apure, o en Barinas, o en Ciudad Bolívar o en Maracaibo, es como para cuidarse. En cambio, en poblaciones situadas en las altas montañas, Mérida, Táchira, los pasos por la cordillera andina, no sólo no son calurosas sino más bien todo lo contrario. En pueblitos como Mucuchies, o en ciudades como Trujillo, las temperaturas diurnas no pasan de los 15 grados y las nocturnas bajan a veces hasta los 5 o 7 grados. ¡Frío, hace frío también en este trópico! En mi pequeño paraiso, en Carialinda, donde tengo mi casa, la temperatura de día es fresca y de noche hace frío, frío de chaqueta, frío de dormir con, al menos, una "cobija" (en el español venezolano, una manta).
Y las lluvias, que no son lluvias, son torrentes de agua que bajan de un cielo que pareciera contener todos los ríos del mundo listos para volcarlos sobre esta tierra de gracia (así llamó Colón a Venezuela, aún antes de haberla bautizado). ¡Que lluvia, Dios mío! Este es, tal vez, el espectáculo de la naturaleza que más aprecio. Porque cuando llueve, cuando cae lo que los venezolanos llaman "un palo de agua", es que pareciera que todo el agua del mundo cae de una sola vez.
Después del torrente, del aguacero inclemente, a los pocos minutos, el astro rey de nuevo, a brillar, a competir con las nubes que habiendo descargado sus líquido, exhaustas, se retiran a quien sabe donde. Y al poco rato, de nuevo, ese vaho que se desprende de los suelos, ese vapor pesado y pegajoso que llena nuestras camisas de sudor, se materializay se apodera de todos los espacios.
Curiosamente, las estaciones en el trópico son sólo dos: la temporada de sequía, llamado aquí "el verano"; y la temporada de lluvias, o "el invierno". Temporada de lluvia, seis meses, a veces todos los días, sin parar; y temporada de sequía, otros seis meses de lluvias escasas o nulas. El verano, de noviembre a abril, el invierno de mayo a octubre. A veces, la lluvia cae, día tras día, a la misma hora; a veces cae por días; a veces cae a ratos.
El venezolano es experto en predecir el tiempo. No necesitan ni televisión ni previsión del tiempo. "Hoy como que va a caer un palo de agua", dice el campesino, o el citadino; y rara vez se equivocan. Los venezolanos tienen la clarividencia en sus genes: pueden predecir el tiempo mejor que nadie. "Hoy, como que no va a llover". Y, efectivamente, hoy no llueve.
Las chicharras, una especie de insectos, empiezan sus cantos poco antes de la temporada de lluvias, anuncian las lluvias por venir. El sonido que producen es muy agudo y el que no esté acostumbrado puede sentirse molesto o perturbado. Para mi, el sonido de la chicharra es como una música que anuncia los buenos tiempos por venir.
A continuación, para quienes no la hayan oído, un corto vídeo con el canto de la chicharra.
También las ranitas, en especial por la noche, producen una música monótona pero a la vez diferente de instante a instante.
Los atardeceres, en muchas partes del país, son espectaculares. En especial Barquisimeto, conocida como la ciudad de los crepúsculos, tienen una especialísima belleza.
Pero tal vez, la imagen de las playas tropicales, llenas de rubia y fina arena, de cocales, del suave aroma que traen los vientos impregnados de sal, es una de mis preferidas y donde he tenido los momentos más gratos en esta Venezuela tropical.
Pero de eso hablaré otro día, cuando me refiera a las maravillosas playas venezolanas.
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