viernes, 14 de febrero de 2014

Con la música a otra parte...



Hoy voy a escribir algo sobre mis gustos y manías (que son muchas) Desde mi adolescencia me ha gustado la música clásica. También el flamenco, los tangos y muchas cosas más. Pero la música clásica ha sido una constante a lo largo de toda mi vida. Mi primer "baño" de música fue en Caracas, cuando tenía unos 18 años. Fui a oir (y ver) un concierto en el Teatro Municipal, en el centro de Caracas, un lugar magnífico, un edificio bello y muy bien construido para la presentación de eventos culturales (música, ópera, ballet, teatro...)



 Recuerdo las bellas butacas, en rojo, las lámparas de miles de cristales, el ambiente agradable, las señoras y señoritas bien vestidas, maquilladas, olorosas... Y los hombres, casi todos, con sus trajes formales, enncorbatados, algunos con sombrero, todo un espectáculo. Y desde luego, la música. ¡Que diferente, oir en un concierto verdadero, a todos esos maravillosos instrumentos! Ni punto de comparación con el sonido de los equipos de aquel entonces (1954), los "pickup" como se les llamaba, que eran unos tocadiscos (discos de vinil de la época), con una aguja que se deslizaba en los surcos de los discos (Long Play, se les llamaba, o sea de "Larga duración"). Los sonidos verdaderos, maravillosos, de trompetas, violines, oboes y tantos otros instrumentos los pude percibir por vez primera en aquel primer concierto en vivo. Salí, desde luego, deslumbrado por lo magnífico de aquella música extraña, llena de recovecos, de subidas y bajadas de tono y volumen,... En fin, una experiencia que me marcó para toda mi vida.

Ya en la universidad, años después, conocí a un estudiante de origen polaco-cubano, Roberto Gurfinkel, que se convirtió en mi mejor amigo. Eramos inseparables y nuestro principal entretenimiento, además del ajedrez (Roberto era un auténtico superdotado que podía jugar varias simultáneas a ciegas, en el cafetín de la universidad), era la biblioteca donde podíamos escuchar, en saloncitos especiales para estos fines, toda la música que nos diera la gana. Fue así como comencé a aprenderme sinfonias completas, todo tipo de conciertos para piano, violín, etc.

Esos años que compartimos fueron para mi, para Roberto también, inolvidables. Oyendo mçusica en un pequeño tocadiscos que teníamos en el dormitorio de la universidad, aprendí matemáticas, física, química y tantas otras materias al ritmo y tonadas de Beethoven, Bach, Brahms, Tchaikovski,... Tanto así, que al oir determinados movimientos de algunas sinfonías, recordaba perfectamente los temas estudiados. Una simbiosis entre música y conocimiento, extraña pero cierta. Con los años puede experimentar muchas emociones. Una de las que recuerdo con especial entusiasmo fue la presentación en Nueva York, del gran violóncellista español, Pablo Casals, con su obra "El pesebre", nada menos que en el Carnegie Hall, posiblemente uno de los mejores lugares para oir música en el mundo. Aquí les dejo un fragmento de una obra de Casals, tocada por él mismo, en las Naciones Unidas, en 1971, que aunque nada tiene que ver con lo que en aquel año de 1962 en que yo lo vi dirigir El pesebre, es una obra que emociona a cualquiera, creo yo.



Fueron muchas las obras a las que asistí, en ese año de 1962, año en que me gradué de ingeniero en la Universidad de la Florida, Estados Unidos.

Recuerdo que solía ir los jueves a un lugar en la parte alta de Manhattan, Los Claustros (The Cloysters), donde tocaban por las tardes música barroca, generalmente grupos pequeños o coros. En los muros del Los Claustros, que habían sido traídos, piedra a piedra, de algunos monasterios españoles, resonaban los sonidos de la Edad Media, bellísima música compuesta hace cientos de años, tocada en instrumentos modernos pero basados en los antiguos.

Una experiencia similar tuve más recientemente en Granada, en un concierto de música árabe, con instrumentos también reconstruidos según dibujos y diseños de casi mil años de antigüedad.

En una ocasión tomé acido lisergico (LSD), siendo estudiante de postgrado en la Universidad de Florida. Y mientras, mi amiga, colocó en el tocadiscos una obra de Tomasso Albinoni, de una belleza tal que cada vez que la oigo de nuevo casi caigo en trance, acordándome, no se porque motivo, de mi madre, ya fallecida.

A continuación, la obra de Albinoni, Adagio en G menor:



¡No se pierdan esta extraordinaria obra! Sólo dura 8 minutos...

Hasta otro rato, cuando seguiré "Con la música a otra parte"...

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